Murió: lo leí
esta mañana.
Se dispuso mi cuerpo al
conocido rito
de ser caparazón incontenible,
porque un peso reparte el universo
entre
quienes quedamos
cuando alguien ha partido:
aire no respirado que
en milímetros cúbicos
reciben los pulmones y a acostumbrarse;
se abren vacíos
para palabras nuevas;
un eje nocturnal se desocupa,
maquínanse los sueños despojados de
estepa,
murió.
Lo leí esta mañana.
Y era un eco apenas en la pantalla
gélida,
un eco apenas en el reloj del eco
y mi cara empezaba a enrojecerse
cuando volvió a morir.
Y otra muerte.
Y otra.
Se pronunciaba tanto la huida en esas
letras,
línea tras línea:
“parte”
“memoria”
“esta mañana”
y era la misma muerte
demacrada
eran los mismos ojos de nomeolvides
pero eran otras voces
nombrándola y yo sentía
-que me perdone alguien-
que a cada enunciación fosforescente
esta arenosa muerte
también palidecía
también adelgazaba
las cuencas de mis manos
y otra
y otra.
Muerte sobre sí misma
dicha una,
dos veces,
como rezo aprendido.
Y luego las respuestas: “una pena”
“quiera el dios”
“cómo fue”
“mi pésame”
“mi
olvido”
Ellos tan muertos ya, cómo explicarte
que a mí se me remueren
cada vez que lo dices / que las letras
violentan
su descanso
que ese grito en potencia ametralla
mi oído
aprendiz de sordera /
la ventana
hacia adentro.
Y otra. Y otra.
Y otra. Y otra.
Que no me diga nadie de la muerte
o díganla una vez
y váyanse a callarla.
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