lunes, 9 de diciembre de 2013

Serie: Silencios (III)

Murió: lo leí
esta mañana.

Se dispuso mi cuerpo al
conocido rito
de ser caparazón incontenible,
porque un peso reparte el universo entre
quienes quedamos
cuando alguien ha partido:
aire no respirado que
en milímetros cúbicos
reciben los pulmones y a acostumbrarse;
se abren vacíos
para palabras nuevas;
un eje nocturnal se desocupa,
maquínanse los sueños despojados de estepa,

murió.

Lo leí esta mañana.

Y era un eco apenas en la pantalla gélida,
un eco apenas en el reloj del eco
y mi cara empezaba a enrojecerse
cuando volvió a morir.

Y otra muerte.

Y otra.

Se pronunciaba tanto la huida en esas letras,
línea tras línea:
“parte”                                “memoria”
                “esta mañana”

y era la misma muerte
demacrada
eran los mismos ojos de nomeolvides
pero eran otras voces
nombrándola y yo sentía
-que me perdone alguien-
que a cada enunciación fosforescente
esta arenosa muerte
también palidecía
también adelgazaba
las cuencas de mis manos

y otra

y otra.

Muerte sobre sí misma
dicha una,
dos veces,
como rezo aprendido.

Y luego las respuestas: “una pena”
“quiera el dios”                   “cómo fue”
“mi pésame”
                           “mi olvido”


Ellos tan muertos ya, cómo explicarte
que a mí se me remueren
cada vez que lo dices / que las letras violentan
su descanso
que ese grito en potencia ametralla
mi oído
aprendiz de sordera / 
la ventana
hacia adentro.

Y otra. Y otra.

Que no me diga nadie de la muerte
     o díganla una vez

y váyanse a callarla.

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