(Escrito por la yo de hace cinco años. Dejemos que ella se haga responsable.)
¿Cómo retrataría un cineasta esta cosa que siento? Me quedo aquí, mirando el frasco de tinta y sé que está en el anaquel; de súbito miro el ataúd y enseguida se va. Y no es que se vaya precisamente, pero, ¿por qué lo miro? Sabría que estoy loca si algún día le diera un puñetazo al espejo de cuerpo entero. Sería genial que sucediera mientras me maquillo, a ver si así entiendo que soy demasiado joven, como diría mamá. Entonces me quedo aquí, tratando de separar los hilos de esta cuerda que cuelga del cuaderno, con sólo dos dedos. ¿Será posible? Y si sé que no, ¿por qué lo hago?
Insisto en que sería muy funcional que el creador, sea quien sea, nos proveyera de una cámara al nacer. Así podríamos filmarnos, retratarnos, entendernos. Hay tantos gestos propios que se nos escapan... Ahora mismo he creído sonreír, ¿cómo saberlo? Si estuviera loca, lo sabría. Porque los locos han entrado a su interior. Qué redundancia tan falsa: cuántos son capaces de cerrar la puerta desde dentro...
Ahora sería un buen momento para una toma panorámica. Y yo que sé tan poco de cine. Nada más que lo esencial, pero eso no sirve para dirigirme a mí misma. Vamos, un close-up desenfocado en principio para reflejar la incertidumbre de esta historia costumbrista que no acepta sus límites. Quizá sólo por eso la ovacionarían en Cannes. Dos, tres, cuatro minutos: lo suficiente para llenar de lágrimas unos ojos. Aunque no sean los míos.
5 de octubre, 2007.
5 de octubre, 2007.
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