He buscado exhaustivamente todas las opiniones posibles sobre el asunto del grito que la afición mexicana dirige a los porteros contrarios en partidos de soccer internacionales. El “Archivo Puto". Como en otras ocasiones, leer y escuchar opinadores me deja con un extraño sabor de boca. Sé que no es necesario ni obligatorio erigirse en guía del pensar colectivo, como sé también que cada quien es libre de expresar puntos de vista que pueden cambiar o matizarse con el puro ejercicio de compartirlos; pero no es la primera vez que veo levantarse las voces por una coyuntura que provoca un debate aparente y luego se pierde sin haberse profundizado, es decir, repensado; es decir, convertido en propuesta, en cosa práctica. La prisa por opinar traiciona, hace creer que la primera conclusión a la que llegamos es ya la opinión, cuando no hay nada más lejos de la realidad: volvamos después a esa aparente conclusión y veremos cómo nos va mostrando sus piezas y nos permite armar con ella otras cosas, y otras, que pueden no parecerse a lo que pensábamos que pensábamos.
Porque es posible que al autoevaluar lo que tanto defendemos nos asuste lo que encontremos, y justamente por eso es que el espinoso tema de un insulto colectivo en el estadio provoca puntos de vista polarizados: parece como que se quiere resolver el tema de un plumazo y no volver a pensar en él. Abre tantas puertas, nos confronta con tantas herencias de las que es complicadísimo escapar, que la opinión es más un ajuste de cuentas personal del que podemos salir no precisamente limpios.
Por supuesto que la palabra “puto” estigmatiza un comportamiento sexual considerado fuera del deber ser, como “pendejo” trae consigo intolerancia hacia quienes no llenan la expectativa de inteligencia, “pinche” se trata de minimizar el valor de algo/alguien, “güey” señala una animalidad negativa o “chingón” implica una capacidad sobresaliente para cogerse al vulnerable, al “chingado”. O “tonto”, o “idiota”, o “gordo”: ninguna palabra que se use como insulto pasa la prueba de no discriminación si nos detenemos a analizarla, porque sea cual sea el contexto en el que se aplique, establece a priori una expectativa de mayoría sobre el comportamiento humano. Un estándar implacable que vigila cada movimiento y usa estas palabras como indicadores de que lo que debería ser no está siendo.
En broma, en serio, de cariño o de odio, los insultos son un modo de regular conductas, de advertir a otro que eso que está haciendo no es lo que se espera de él; o de ello, como cuando los aplicamos al clima o al tráfico porque nos impiden sentirnos bien. Pero también los insultos han derivado en un juego defensivo ante la posible vulnerabilidad cuando sentimos respeto, ternura o amor: al llamar "puto" a un amigo o llevarnos pesado con nuestra pareja, reconocemos esa relación como algo fuera del estándar que debe ser mediado, una vez más, por la palabra. El insulto es barrera tras la cual nos sentimos a salvo: el insulto se traga la violencia, pero también el apego y la extrema emoción.
Al despejar desde su marco y movilizar el juego para su equipo, el portero que circunstancialmente hace de "enemigo" representa lo mismo una amenaza que un aliado, porque aunque es el primer pase de lo que podría ser una anotación, también tiene en sus manos la continuación del juego que nos apasiona. Y el despeje, gesto por lo general carente de peligro real, es el único momento en que la tribuna puede acordar esa secuencia de manos temblando y anticipación del grito cuando el arquero posiciona el balón, y búsqueda de sincronía perfecta de la explosión de voz y el saque. Es un momento de plena teatralidad, de roles acordados que se corporalizan en el personaje Afición y encuentran cauce en el personaje Portero, sin importar cómo se llamen uno u otro.
La Afición futbolera, dice Villoro y sabemos todos, ha sufrido cambios trascendentales con el paso del tiempo. Desde el uso de camisetas que permiten ubicar de un vistazo las preferencias de las tribunas, cosa que antes no existía, hasta la popularización del deporte en medios masivos, la inversión en los clubes y en los propios deportistas o la cada vez mayor influencia de la publicidad en la erección de ídolos, la imagen del espectador se ha visto modificada desde todos los ángulos y esto es una parte importantísima a considerar para entender qué sucede con el “puto”.
La Afición no sólo insulta al contrario, también exige a su equipo categóricamente, incluso violentamente, que convierta esos 90 minutos y ese campo de juego en lo que tanto se ha dicho que son: un espacio de excepción, una fiesta en la que podemos darnos permisos que de otra forma serían imposibles. Los teóricos de lo dionisíaco y lo carnavalesco estarían muy complacidos de ser citados una y otra vez porque sus ideas de veras parecen encajar perfectamente con esa casi incomprensible transformación que todo aficionado futbolero sufre cuando mira jugar a su equipo. Somos los césares del estadio, dueños de nuestros gladiadores aunque los admiremos: “se deben a nosotros”, repetimos, “sin nuestra lealtad y nuestro consumo no estarían aquí”. Y usamos la voz conjunta para participar con todo este poder que es parte del juego, de lo que sucede en la cancha.
Antes de que la FIFA condenara el grito, a instancias de una ONG vigilante de la no discriminación, quizá nos daba alternadamente pena o risa, o quizá ya lo habíamos condenado interiormente, pero no se nos había ocurrido advertir en público que la Afición estaba incurriendo en una falta grave porque el argumento inmediato en todos estos casos es un “así nos llevamos” que igual vale para dos adolescentes que se golpean entre risas que para un grupo de amigas que en nombre de la sinceridad se juzgan duramente. La Afición se ha empoderado por su carácter de consumidora, y el propio discurso del sistema interno del futbol promueve ese empoderamiento: la tribuna es su espacio y tiene derecho a aderezar el juego como mejor le parezca. Se le dota de alcohol, de comida, de productos relacionados con la marca que es su equipo; se le disfraza del festejado para el cual juegan 22 personas que además de asumir su posición en la cancha tienen el rol de representar aspiraciones, esperanzas y frustraciones.
Lo curioso del asunto del "puto", y lo que nos mueve tanto a todos los mexicanos, es que resulta una expresión más cercana al descuido que a la afirmación. No es lo mismo que los hooligans, o que los vándalos golpeando policías, o que una persona racista lanzando un plátano a un jugador negro, todos ellos statements unívocos, imposibles de defender bajo el amparo de la polisemia como sí ha sucedido con el grito mexicano. No hay una intención de separarse del resto, al contrario: la melodía en dos tiempos absorbe a la totalidad de la afición (si estás en el estadio y no gritas, igual es como si gritaras), y en contraste con cantar "Cielito lindo" o gritar "Sí se puede", no depende de las circunstancias del partido, ni de quién sea el portero, ni del resultado final. Contamos con que el portero no es cobarde, pero le gritamos una palabra de ratones verdes que va dirigida a quien ose enfrentársenos. El "puto" no es personal, literalmente, porque su base es despersonalizar al arquero rival por el decreto de la voz colectiva que en algún momento eligió del inventario de insultos la palabra que mejor explica la dimensión líquida, a veces inaprehensible, de un machismo milenario.
Para mí, que doy clases de Lengua y Literatura en secundaria y prepa, esa posibilidad de sanción hacia una expresión del léxico popular pone en movimiento muchos de los preceptos teóricos básicos que contemplan los programas de estudio y en los que yo misma creo. Para formar hablantes conscientes, el acto de censurar no aporta nada y censurar un insulto pone en peligro todo el aparato argumentativo: ¿cómo condenar una condena y salir bien librado?
Esto no puede quedar en un "así nos llevamos", pero tampoco en aprovechar la coyuntura para dar sermones cuya hipocresía radica en centrarse en el palabra desde fuera y no en el fenómeno hacia adentro, adoptando el personaje de Pensador-madre que regaña a la Afición-hija por comportarse feo en el estadio y "hacernos ver mal" en acontecimientos deportivos internacionales. Es paradójico que muchos indignados de oficio que salieron a expresar su amplio descontento muestren desprecio al futbol o que no comulguen con la idea de patriotismo. Un aficionado puede intentar explicar en argumentos lo que pasa en el estadio y cómo se trastoca su idea de patria, de juego y de sí mismo, pero costará trabajo porque primero fue el comportamiento mediado por el carnaval y el consumo, y pensar en ello es una dura confrontación; si el no aficionado quiere entrar en su terreno con elaboradas ideas por delante pero no está dispuesto a escucharlo, le está aplicando en silencio la misma lógica de gritar "puto" al guardameta rival, pero sin el handicap del rito dionisíaco. Aguas.
Pedir que se deje de insultar en el futbol, o en la vida, no es para nada reprochable pero sí es ingenuo: después de todo, las palabras cargan con nuestros trapos, limpios y sucios. Pero pedir que volteemos a ver esos trapos sucios y no para buscar la vergüenza colectiva que nos haga sentirnos superiores moralmente, sino para generar conciencia y opciones, eso sí que tiene valor; sin embargo, sólo puede lograrse si quien asume tener una alternativa de pensamiento deja de elegir el tono pagado de sí mismo para expresarla. Me parece más condenable que el grito del estadio cualquier opinador o activista que llegue al terreno de discusión con la espada desenvainada como quien únicamente está continuando un soliloquio ya hecho en el que no hay espacios para el diálogo y el acuerdo. Quienes sólo dan su punto de vista por lucimiento de moral intachable podrán conquistar logros lingüísticos, pero no hay aterrizaje práctico posible para la Afición y quizá no es ésta la discusión correcta para ellos porque hay que estar pensando en muchas cosas al mismo tiempo y unas derriban constantemente a las otras. Y finalmente, la propuesta que se construya sobre este pantano asume que está dejando de considerar argumentos valiosos de otras posibles posturas, pero aun así se sabe necesaria para dejar al menos un hilo de claridad entre el rumor de las voces que se engolosinan desarrollando y se quedan varadas en la isla de Circe, sin recordar por qué estaban hablando de lo que hablaban.
Quitemos el "puto", entonces. Eso es lo que finalmente decidí plantear a mis alumnos, por lo pronto, aludiendo a su propia experiencia con la violencia verbal y a su capacidad de dominio de sí mismos. Que no importe si el portero rival no se siente ofendido o si el estadio es un espacio de excepción que nos da permiso: probemos que no somos esclavos de nuestras ocurrencias y que podemos tomar decisiones sobre nuestro lenguaje. Tengo la hipótesis de que el procedimiento para cambiar no es racional, porque la Afición es un personaje que responde mayormente a la emocionalidad y quizá por esa vía es por la que se podría generar un cambio. Pero eso sí, el menosprecio clasista y la ofensa gratuita no son opción: no es posible imponer nuevas reglas sin entender las anteriores. Y atención, porque el propio sistema del futbol, tan propenso al utilitarismo, tiene en sus estructuras mecanismos que pueden rescatarse para pedir juego limpio también en las tribunas; el insulto al arquero es una curiosa mezcla de simpatía y antipatía que no dejará de estar presente porque ésas son las bases del juego, pero ¿por qué no hacer poco a poco se transforme en otra cosa?
A mí en lo personal el grito me ha dado risa siempre y mi primera postura fue enfurecerme por la amenaza de censura. Pero luego pensé otra vez y lo vi distinto, así que escribí esto que representa un ejercicio de responsabilidad ante lo que he pensado y lo que pienso ahora: que los referentes construidos colectivamente son flexibles y que esa fantasía llamada lenguaje ha probado su capacidad de modelar lo real, de modo que capitalizar ambos hechos puede traer beneficios de praxis. Redimir el grito de "puto" sería el grano de arena más fácil de aportar en la empresa de poner los ojos y la acción sobre otros hechos de violencia física, ejecutados en nombre del espacio de excepción, que han tenido consecuencias terribles y dolorosas. Aunque por lo pronto parezca una magra conquista jubilar la palabra "puto" en un contexto tan acotado como el despeje del portero rival en partidos internacionales, no puedo ver absolutamente nada negativo en intentarlo. ¿Sería positivo, en cambio? Yo creo que sí, quizá mucho. La verdadera cuestión aquí es: ¿resulta viable? Llámenme ilusa panbolera, pero yo digo que sí-se-puede.
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