*Texto publicado en la revista Parteaguas, del Instituto Cultural de Aguascalientes; Núm. 29, septiembre-diciembre 2013.
Vamos
a hacer lo siguiente: piensa en una palabra, la que sea. Visualízala,
instálala frente a ti donde puedas recorrer a través y alrededor de
ella. Siéntela en el tacto que todos tenemos bajo el pensamiento.
Oblígate a no asociarla con un objeto ni nada concreto, sólo tómala
en su propia materialidad. ¿Listo? Ahora empieza a moverla, cambia
sus partes de lugar, dale vuelta, paséala por tu voz y dale sonidos
distintos, ponle una flor por aquí y una esmeralda por allá;
píntala, escóndela, encuéntrala, hazla vertical y luego
horizontal. Ensúciala, agótala: juégala. ¿No te parece que ahora
es más tuya?
El
lenguaje es el juego maestro. Hecho de una materia flexible, pegajosa
y moldeable, se extiende y se encoge a placer, se adhiere y se
reconstituye formando lo que deseemos porque él mismo es la ventana
desde donde lo vemos todo: nada se le escapa, y si el universo humano
se expande, lo hace él también. Ahí están todas las reglas y
todas las rupturas, aunque a veces nos tomemos los asuntos muy en
serio, olvidando que la realidad está hecha de invenciones, que
llegamos a ponerle nombre a lo que ya era, que nada sabemos con
certeza, que la comunicación sólo nos acerca a interactuar –y a
veces intervenir— en esto que existe con, sin y a pesar de
nosotros.
Por
eso a mí me gustan los recovecos en los que viven esas criaturas
entrañables que hacen de la escritura y el habla un ejercicio
lúdico: juegos de palabras, les llamamos; vuelcos del lenguaje,
giros de la retórica, divertimentos que viven bajo la lengua y
esperan cualquier momento para saltarnos al paso y provocarnos una
carcajada del que vuelve a tener cinco años y se asombra por las
posibilidades. Es como si todos los elementos saussurianos salieran
al patio de recreo y se organizaran con sus propias reglas. Si se
tapan los ojos y a la cuenta acordada salen a buscar a otra,
adivinanza; si llueve y se quitan los vestidos para danzar sobre la
tierra húmeda, limerick; si se cuentan su día cantándolo entre
risas, copla... ¿Cuántas posibilidades hay para que las palabras
jueguen entre ellas?
Vamos
a hacer una cosa más: te voy a enseñar a pensar al revés como a mí
me lo enseñó mi amigo imaginario. Dale la mano a cualquier otra
palabra; “deseo”, digamos. Camina enfrente de ella y conviértela
en sonidos largos, acompasados, en ritmo a cada letra: d-e-s-e-o,
d—e—s—e—o... Está todo listo para saber que dar pasos hacia
atrás no es –como dicen los adultos— un retroceso, sino un
mirar distinto, un recaminar en una especie de viaje tan divertido
como ver una película completa pulsando el rewind.
¿Qué
dice el deseo si lo miras en reversa?: oesed, o-e-s-e-d, o—e—s—e—d...
Un aparente sinsentido que viéndolo de cerca, no es sino un sentido
en plena construcción, pidiéndote lo que le falta. Juégalo, ponle
pausas, llénalo, es tuyo: “o ese d...” Ahora arriésgate,
porque no hay juego sin riesgo: alarga la palabra y vuélvela un
espejo, por cada letra que agregues hacia adelante, regresa y
agrégala también en simetría perfecta. Puede ser que te equivoques, porque
no hay juego sin error, pero son errores disfrutables si entendemos
que lo que está en medio es el puro placer de poner a funcionar
nuestro decir de maneras hermosas, divertidas, memorables. Y cuando
encuentras el camino en el que estás diciendo realmente algo de ida
y vuelta, la alegría es indescriptible... Porque no hay juego sin
alegría:
O
ese desearte leer,
con
revés alar, imita a ti.
Mírala,
no
cree letra ese deseo...
O con “amor”:
La
marea cesa: ¿dan o reparto?
No
calla hoy ese amor-ala...
Al
aroma, ese yo, halla con otra;
pero
nada se caerá mal.
O con palabras que, de plano, no habrías imaginado:
¿O
los nacotes se tocan, sólo?
No
va, ave, Lacan: a la naca le va Avon.
O con la intención de reseñar un libro:
¿O
vi?
Voy,
leo "Las olas":
salo,
salo el Yo.
Vivo.
Lo de menos es probar con cada palabra y desechar aquellas que no se
dejan atrapar en su revés; siempre habrá alguna que sí lo haga,
que quiera jugar contigo, y otras que se le vayan adhiriendo hasta
formar sentidos y sinsentidos que nunca se hubieran formado sin la
forzada ruptura que lejos de doler, las vuelve únicas. Pero no sólo
a ellas: lo entrañable de cualquier juego lingüístico es que
reinventa profundamente no únicamente al acto de enunciar sino al
enunciador y por ende al receptor, al código, al canal, al
contexto. El pensar palindrómico es sólo un ejemplo de ello y me
parece perfecto porque juega justamente con lo que tanto tememos: que
todo esté de cabeza. Así que cuando la vida te dé un revés, haz
un palíndromo.
Justamente, uno de los aspectos más bellos en estos ejercicios
lúdicos es que nos reconcilian con los que al paso del tiempo y la
edad se vuelven nuestros miedos más profundos: el retroceso, lo
fuera de lugar, el equívoco, la pérdida, el sinsentido. Pero
precisamente por ello se vuelven tan necesarios, porque cumplen con
el principio gadameriano de que a través suyo ensayamos la manera de
enfrentarnos a situaciones que requieren de nosotros ese gesto adusto
del que debe entregar un proyecto, dictar una conferencia, completar
un importante formato. ¿Por qué el juego hace la diferencia? Porque
si detrás de todas estas acciones de gente seria hay un ser lúdico
que se ha atrevido a romper las reglas en su espacio más seguro, el
horizonte se amplía, se consideran todas las opciones, la risa está
de nuestro lado. Para todo jugador, cada acto en sí mismo se
disfruta con la misma sangre en torrente que corrió durante el
juego.
Vamos
a hacer lo último: te regalo un pasaje para el mundo en el que no
importa tu nacionalidad porque lo único que debes hacer es seguir al
Conejo Blanco, ¿ya lo viste? Ahora estás en donde el sentido se
despoja de reglas; ése es el juego, que entiendas lo que no
entiendes. Que te animes a decir desde otro lugar donde se celebran
los no-cumpleaños en vez de los cumpleaños, donde las rosas se
pintan de rojo bajo el reinado del “porque sí”, donde se hace
tarde siempre aunque no sepamos para qué. ¿Te suena? Lewis
Carroll, padre de Alicia y según muchos, fundador de esta cultura
tan inglesa del nonsense o
vacío de sentido, fundó también Wonderland como la tierra en la
que lo que pareces percibir no coincide con las ideas preconcebidas
de un mundo que, quizá erróneamente, creemos estructurado (¿y lo
es?). Esta filosofía que da para tanto tiene su propio juego de
palabras, el limerick,
que encierra todo ese sinsentido en cinco versos que no dicen nada
pero se disfrutan de otro modo. Como en éste, del propio Carroll:
There
was a young lady of station
"I love man" was her sole exclamation
But when men cried, "You flatter"
She replied, "Oh! no matter!
Isle of Man is the true explanation."
"I love man" was her sole exclamation
But when men cried, "You flatter"
She replied, "Oh! no matter!
Isle of Man is the true explanation."
Y
como en el fútbol, una vez dadas las reglas del juego éste puede
tener lugar en cualquier cancha; así es como el limerick deja de
estar anclado a un idioma y construye sinsentidos perfectos, si cabe,
adaptándose a cada lengua, a cada cultura, a cada forma de enunciar.
Como lo hace el haiku, el corrido, como puede hacerlo el propio
palíndromo, las calaveritas o cualquier otro vuelco del lenguaje: El
juego es un viajero que desembarca en cualquier puerto. María Elena
Walsh, por ejemplo, escribe un libro de limericks y demuestra que la
criatura se siente perfectamente cómoda en nuestra lengua española,
que se pide permiso a sí misma para aceptar este nonsense
al que por naturaleza no le
importa ser de todas las maneras posibles e imposibles:
Si
cualquier día vemos una Foca
que junta margaritas con la boca,
que fuma y habla sola
y escribe con la cola,
llamemos al doctor: la Foca es loca.
que junta margaritas con la boca,
que fuma y habla sola
y escribe con la cola,
llamemos al doctor: la Foca es loca.
Lo precioso aquí, y el punto a demostrar, es que jugar nos hace
libres. No sabría decir de qué, pero entenderás la sensación de
ser capaz de nombrarlo todo y renombrarlo a voluntad, cual los
zapatos-ataúdes de Nicanor Parra. Una vez entendido el juego, no hay
límites; incluso las reglas son potenciadoras de libertad al dotar
de la mínima estructura necesaria lo que por otro lado nos da tanto
en qué pensar, tanto qué hacer, tanto qué imaginar. ¿Qué es la
imaginación sino un cuarto de espejos-puertas cuyos reflejos,
provocados e involuntarios, se proyectan infinitamente hacia el
ventanal del universo? Libertad absoluta, interior extendido: bien
jugado.
Y
si de los palíndromos siguen los limericks, y de los limericks las
adivinanzas, y de las adivinanzas las coplas, y de las coplas las
bombas yucatecas, y de las bombas yucatecas las décimas jarochas,
etcétera-etcétera-etcétera, el camino se vuelve un absoluto parque
de diversiones. Porque, ¿qué es lo que importa en el juego? Las
reglas, la cancha, el disfrute del error, el hallazgo, el reinicio,
la meta, la reinvención, la brevedad, la certeza del game
over, la prueba superada, el
aquí, el ahora, las alternativas. Y cuando son las palabras las que
materialmente entran a poner el sistema de todos los días en
perspectiva de puro disfrute, la ventana se abre de par en par. Lo
que se deje entrar será siempre ganancia, belleza, libertad, y eso
redundará en nuestro “otro” juego, aquél en el que nos
disfrazamos de gente seria.
Juguemos, entonces: tú la traes.
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