Mis primeras clases
impartidas fueron jugando, de niña, con mis amigas. Me encantaba
tomar el rol de estar frente a grupo y usar hojas recicladas,
cortesía del papá de alguna de ellas, para usarlas como listas de
asistencia o exámenes. Además del papel, me gustaba el papeleo que
implicaba ser profesora, lo que no deja de parecerme irónico ahora
que lo sufro tanto.
Después quise
entrar a CONAFE. Saliendo de la secundaria mi madre me convenció de
que era yo muy chica y agradezco haberle hecho caso, porque comenzar
la docencia al concluir la prepa, en 1998, sin duda fue mucho más provechoso
por edad, por visión y por conciencia. Desde la primera vez que tuve
que caminar tantas horas entre montañas para encontrar la comunidad
“Los Alisos”, en el municipio de Calvillo, Aguascalientes, supe
que estaba ante algo que cambiaría mi vida. Y así fue.
Tras una ardua
capacitación, por fin me asignaron mi comunidad: “Los Puentes”. De pronto, a mis 18 años,
ya era maestra y más aún, maestra rural, de vivir toda la semana en
ese lugar en donde el tiempo de verdad se ha detenido, donde la
lógica es otra. Recuerdo haber llegado a la comunidad aterrada (en
todos los sentidos posibles) y recuerdo también mi alivio al conocer
a quien toda la vida será mi amiga entrañable: Ana, quien estaba
ahí para encargarse del preescolar. Ambas nos dimos valor, y
comenzamos.
Pasó un año y pasó
de todo. A mí me correspondía la primaria, todos los niños
organizados en tres niveles tomando clase simultáneamente, conmigo
como única guía; parecería que no, pero funciona. “Enseñar” a
alguien a leer y escribir es lo más glorioso que puede sentirse,
pero también lograr que los niños de sexto certifiquen su primaria,
o que los de tercero aprendan a multiplicar con cajitas y piedras...
En fin, quien quiera saber lo que es dejar huella indeleble en las
personas, vaya a dar clases en una comunidad rural, pero viviendo en
ella el día a día como se hace en CONAFE, y comprometiéndose a
mejorar su calidad de vida integral. Eso da una sensación de
trascendencia que nunca se va, y más aún cuando lo vives a una edad
en la que muchos otros no pueden ni consigo mismos. No sólo Ana y yo
tenemos una ahijada llamada, obviamente, Ana Alejandra, sino que años
después seguíamos visitándolos y nos seguían recordando
perfectamente. No dudo que aún lo hagan, como también nosotras lo
hacemos aunque la lejanía nos obligue a no hacérselos saber.
El siguiente año me
tocó visitar varias comunidades como tutora y era hermoso, aunque
sin duda extrañaba estar frente a grupo. Pero eso no sucedería
hasta mucho después, al salir de la universidad, al tener algo
específico qué compartir con mentes más jóvenes que la mía; sin
embargo, ahora que lo veo en retrospectiva, aún en CONAFE y a pesar
de lo mucho que me gustaba dar clases, la verdad es que no había
pensado gran cosa en mí misma como maestra. Todavía tenía aquella
idea de que estaba yo ayudando a alguien, en vez de entender que era
justamente al contrario; eso lo sabría después, cuando la vida me
llevara por esos inciertos y espinosos caminos llamados “escuela
secundaria”.
Sí. Afirmo
categóricamente que si antes ya se había despertado un drástico
cambio en mi vida al tener la responsabilidad de ser docente en un
entorno complejo que a fuerza hace abrir los ojos, fue al comenzar a
dar clases de Español en el Instituto Patria, con todos los grupos
de secundaria para mí solita, cuando realmente tuve que voltearme a
ver a mí misma y enfrentarme conmigo antes que con los dulces
adolescentes que tuve la fortuna de conocer. Lo de “dulces” sí
es sarcasmo.
Me hicieron ver mi
suerte, sí, pero el primer año me bastó para intuir que era yo
quien estaba desubicada, por intentar aparentar una autoridad que no
me quedaba y por no aprovechar de veras los valiosos minutos que
tenía con ellos. Por verlos como enemigos a vencer. Entonces, movida
por esa intuición, comencé a tratar de conciliar mi “yo” de
afuera con la “yo” maestra, lo que me ha llevado los últimos
siete años ininterrumpidos de acertar y equivocarme. No lo he
logrado del todo, pero sí hay un gran cambio, uno enorme. Y sé que
ha valido la pena porque veo en mí misma ese trayecto que me ha
hecho tomar muchas decisiones; finalmente, el profesor es un ser
ejemplar, quiéralo o no, y si uno se lo toma en serio resulta que
debes ser el primero en generar cambios internos y externos, porque
eres responsable de lo que dices a tus alumnos. En cuanto me di
cuenta de que de verdad el docente tiene una influencia tan poderosa
en la mente de los estudiantes (y no me di cuenta por las vías más
lindas, cabe decir), comencé a pensar mucho más cuidadosamente en
mí, y a transformarme. No hay otra palabra para lo que ha sucedido
conmigo.
Como todos los que
estamos en esto, he tenido experiencias duras. No sólo las clásicas
del alumno que es grosero al punto de la crueldad, del grupo que se
te pone en contra o del individuo que de plano no aprende “nada”
(al menos nada de lo que tú te esforzaste en “enseñarle”), sino
otras que han marcado mi vida. Desde el alumno que se fue de mojado y
dejó mi escuelita rural, hasta el cierre del Instituto Patria, justo
en el año en que yo me vine al D. F., que fue más dramático y
terrible de lo que todos hubiéramos esperado aunque nos hizo únicos
de muchas maneras al enfrentarlo juntos. O la muerte de Vanessa, una
alumna entrañable, lectora ávida, con quien compartí aula durante
dos años y un poco más, con quien siempre me identifiqué y que
todavía me recordaba aunque yo estuviera en otra ciudad y ya no
fuera su maestra. Mucho de lo que hago va por ti, preciosa.
Pero hasta esas
experiencias tan desagradables y dolorosas son dignas de grabarse en
oro, porque ésa es la magia de la educación. En la educación nada
es total, nada es negativo, todo es un proceso o parte de un proceso:
de todo se aprende. Siempre hay una oportunidad para reivindicarse,
nada de lo que haces te marca en realidad porque todos los seres
humanos estamos en formación constante. Y, siempre y cuando estés
abierto a evaluarte, a cambiar y a aceptar, encuentras en todo
momento la forma de acercarte más al ser humano que deseas ser.
Concepto que, por cierto, también está en transformación constante
pero sí existe.
Yo no sé qué
imagen he dejado en mis alumnos; sé que muchos sonríen cuando me
ven, y eso es suficiente porque no puedo evitar también que haya a
quien le repugne pensar que yo le di clases, o a quien me le he
borrado permanentemente de la memoria. La consigna para todo profesor
es que “con uno” a quien le hayamos hecho bien es suficiente, y
en ese sentido me permito poca humildad al afirmar que yo he rebasado
ese promedio. Y soy muy feliz por eso, y me gustaría decirle a cada
alumno que he tenido un “gracias” de corazón.
Me asombra haber
conocido ya a tantos jóvenes, y ahora verlos (gracias a las redes
sociales) crecer y convertirse en bellísimas personas. Confieso que
es verdad lo que todos perciben dentro del aula: sí, siempre los
profesores tenemos estudiantes con quienes nos identificamos más y
ellos lo saben; pero también es cierto que entre más te aventuras a
conocerles y a darles un trato en verdad personalizado, encuentras
afinidades y admiraciones que te hacen darte cuenta de que detrás de
cada uno hay una historia, como sucede con todos nosotros, y que lo
peor que se puede hacer es juzgar.
Así que a mis
alumnos y ex alumnos latosos, a los sensibles, a los sarcásticos, a
los introvertidos, a los fiesteros, a los platicones, a los
creativos, a los hiperactivos, a todos: fuera etiquetas, por más
cursi que se oiga (qué quieren, soy “miss”), son parte
fundamental de mi vida. Como alguna vez les dije a mis queridos
patrieros, ustedes se encuentran conmigo en un punto de su vida en el
que todo es cambio e incertidumbre, en un camino que apenas empieza,
mientras que yo me encuentro con ustedes en un momento de plenitud
que me hace disfrutarlos totalmente. Por eso ahora ya no me es
posible enojarme cuando estoy “en maestra”: no hay nada en un
alumno que pueda agredir al hígado, y por más que uno deba fingir
que grita y que está harto, lo que hay en realidad son ganas de
ayudar en la formación de grandes personas. Ése es el objetivo,
pase lo que pase.
Ahora soy un poco más
la maestra que siempre quise ser, y puedo notarlo (también un poco
más) en la forma en que logro comunicarme con mis actuales alumnos.
Sé que estoy acercándome a mi verdadero “yo docente” cuando
salgo de dar clase, ando por el mundo y me siento la misma que cuando
estaba en el aula. Tal es mi regulador. A veces me gustaría
retroceder el tiempo y compartir con mis ex alumnos lo que ahora
hago, lo que ahora pienso, lo que ahora he logrado comprender y que
no entendía cuando les di clase a ellos. Pero bueno, fueron parte de
mi formación de un modo que jamás podré agradecerles, y al menos
estoy segura de que no les hice daño. Por eso hoy, que es un día en
el que medio país estará recordando a algún maestro para bien o
para mal, diciendo que la educación es un asco o un tesoro,
exaltando o ninguneando la figura docente, yo les recuerdo y les
celebro a ustedes, mis alumnos y alumnas; los de hoy, los de ayer y
(espero) los de mañana. Gracias por ser mi escuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario