miércoles, 15 de mayo de 2013

Yo, maestra

Mis primeras clases impartidas fueron jugando, de niña, con mis amigas. Me encantaba tomar el rol de estar frente a grupo y usar hojas recicladas, cortesía del papá de alguna de ellas, para usarlas como listas de asistencia o exámenes. Además del papel, me gustaba el papeleo que implicaba ser profesora, lo que no deja de parecerme irónico ahora que lo sufro tanto. 

Después quise entrar a CONAFE. Saliendo de la secundaria mi madre me convenció de que era yo muy chica y agradezco haberle hecho caso, porque comenzar la docencia al concluir la prepa, en 1998, sin duda fue mucho más provechoso por edad, por visión y por conciencia. Desde la primera vez que tuve que caminar tantas horas entre montañas para encontrar la comunidad “Los Alisos”, en el municipio de Calvillo, Aguascalientes, supe que estaba ante algo que cambiaría mi vida. Y así fue.

Tras una ardua capacitación, por fin me asignaron mi comunidad: “Los Puentes”. De pronto, a mis 18 años, ya era maestra y más aún, maestra rural, de vivir toda la semana en ese lugar en donde el tiempo de verdad se ha detenido, donde la lógica es otra. Recuerdo haber llegado a la comunidad aterrada (en todos los sentidos posibles) y recuerdo también mi alivio al conocer a quien toda la vida será mi amiga entrañable: Ana, quien estaba ahí para encargarse del preescolar. Ambas nos dimos valor, y comenzamos.

Pasó un año y pasó de todo. A mí me correspondía la primaria, todos los niños organizados en tres niveles tomando clase simultáneamente, conmigo como única guía; parecería que no, pero funciona. “Enseñar” a alguien a leer y escribir es lo más glorioso que puede sentirse, pero también lograr que los niños de sexto certifiquen su primaria, o que los de tercero aprendan a multiplicar con cajitas y piedras... En fin, quien quiera saber lo que es dejar huella indeleble en las personas, vaya a dar clases en una comunidad rural, pero viviendo en ella el día a día como se hace en CONAFE, y comprometiéndose a mejorar su calidad de vida integral. Eso da una sensación de trascendencia que nunca se va, y más aún cuando lo vives a una edad en la que muchos otros no pueden ni consigo mismos. No sólo Ana y yo tenemos una ahijada llamada, obviamente, Ana Alejandra, sino que años después seguíamos visitándolos y nos seguían recordando perfectamente. No dudo que aún lo hagan, como también nosotras lo hacemos aunque la lejanía nos obligue a no hacérselos saber.

El siguiente año me tocó visitar varias comunidades como tutora y era hermoso, aunque sin duda extrañaba estar frente a grupo. Pero eso no sucedería hasta mucho después, al salir de la universidad, al tener algo específico qué compartir con mentes más jóvenes que la mía; sin embargo, ahora que lo veo en retrospectiva, aún en CONAFE y a pesar de lo mucho que me gustaba dar clases, la verdad es que no había pensado gran cosa en mí misma como maestra. Todavía tenía aquella idea de que estaba yo ayudando a alguien, en vez de entender que era justamente al contrario; eso lo sabría después, cuando la vida me llevara por esos inciertos y espinosos caminos llamados “escuela secundaria”.

Sí. Afirmo categóricamente que si antes ya se había despertado un drástico cambio en mi vida al tener la responsabilidad de ser docente en un entorno complejo que a fuerza hace abrir los ojos, fue al comenzar a dar clases de Español en el Instituto Patria, con todos los grupos de secundaria para mí solita, cuando realmente tuve que voltearme a ver a mí misma y enfrentarme conmigo antes que con los dulces adolescentes que tuve la fortuna de conocer. Lo de “dulces” sí es sarcasmo.

Me hicieron ver mi suerte, sí, pero el primer año me bastó para intuir que era yo quien estaba desubicada, por intentar aparentar una autoridad que no me quedaba y por no aprovechar de veras los valiosos minutos que tenía con ellos. Por verlos como enemigos a vencer. Entonces, movida por esa intuición, comencé a tratar de conciliar mi “yo” de afuera con la “yo” maestra, lo que me ha llevado los últimos siete años ininterrumpidos de acertar y equivocarme. No lo he logrado del todo, pero sí hay un gran cambio, uno enorme. Y sé que ha valido la pena porque veo en mí misma ese trayecto que me ha hecho tomar muchas decisiones; finalmente, el profesor es un ser ejemplar, quiéralo o no, y si uno se lo toma en serio resulta que debes ser el primero en generar cambios internos y externos, porque eres responsable de lo que dices a tus alumnos. En cuanto me di cuenta de que de verdad el docente tiene una influencia tan poderosa en la mente de los estudiantes (y no me di cuenta por las vías más lindas, cabe decir), comencé a pensar mucho más cuidadosamente en mí, y a transformarme. No hay otra palabra para lo que ha sucedido conmigo.

Como todos los que estamos en esto, he tenido experiencias duras. No sólo las clásicas del alumno que es grosero al punto de la crueldad, del grupo que se te pone en contra o del individuo que de plano no aprende “nada” (al menos nada de lo que tú te esforzaste en “enseñarle”), sino otras que han marcado mi vida. Desde el alumno que se fue de mojado y dejó mi escuelita rural, hasta el cierre del Instituto Patria, justo en el año en que yo me vine al D. F., que fue más dramático y terrible de lo que todos hubiéramos esperado aunque nos hizo únicos de muchas maneras al enfrentarlo juntos. O la muerte de Vanessa, una alumna entrañable, lectora ávida, con quien compartí aula durante dos años y un poco más, con quien siempre me identifiqué y que todavía me recordaba aunque yo estuviera en otra ciudad y ya no fuera su maestra. Mucho de lo que hago va por ti, preciosa.

Pero hasta esas experiencias tan desagradables y dolorosas son dignas de grabarse en oro, porque ésa es la magia de la educación. En la educación nada es total, nada es negativo, todo es un proceso o parte de un proceso: de todo se aprende. Siempre hay una oportunidad para reivindicarse, nada de lo que haces te marca en realidad porque todos los seres humanos estamos en formación constante. Y, siempre y cuando estés abierto a evaluarte, a cambiar y a aceptar, encuentras en todo momento la forma de acercarte más al ser humano que deseas ser. Concepto que, por cierto, también está en transformación constante pero sí existe.

Yo no sé qué imagen he dejado en mis alumnos; sé que muchos sonríen cuando me ven, y eso es suficiente porque no puedo evitar también que haya a quien le repugne pensar que yo le di clases, o a quien me le he borrado permanentemente de la memoria. La consigna para todo profesor es que “con uno” a quien le hayamos hecho bien es suficiente, y en ese sentido me permito poca humildad al afirmar que yo he rebasado ese promedio. Y soy muy feliz por eso, y me gustaría decirle a cada alumno que he tenido un “gracias” de corazón.

Me asombra haber conocido ya a tantos jóvenes, y ahora verlos (gracias a las redes sociales) crecer y convertirse en bellísimas personas. Confieso que es verdad lo que todos perciben dentro del aula: sí, siempre los profesores tenemos estudiantes con quienes nos identificamos más y ellos lo saben; pero también es cierto que entre más te aventuras a conocerles y a darles un trato en verdad personalizado, encuentras afinidades y admiraciones que te hacen darte cuenta de que detrás de cada uno hay una historia, como sucede con todos nosotros, y que lo peor que se puede hacer es juzgar.

Así que a mis alumnos y ex alumnos latosos, a los sensibles, a los sarcásticos, a los introvertidos, a los fiesteros, a los platicones, a los creativos, a los hiperactivos, a todos: fuera etiquetas, por más cursi que se oiga (qué quieren, soy “miss”), son parte fundamental de mi vida. Como alguna vez les dije a mis queridos patrieros, ustedes se encuentran conmigo en un punto de su vida en el que todo es cambio e incertidumbre, en un camino que apenas empieza, mientras que yo me encuentro con ustedes en un momento de plenitud que me hace disfrutarlos totalmente. Por eso ahora ya no me es posible enojarme cuando estoy “en maestra”: no hay nada en un alumno que pueda agredir al hígado, y por más que uno deba fingir que grita y que está harto, lo que hay en realidad son ganas de ayudar en la formación de grandes personas. Ése es el objetivo, pase lo que pase.

Ahora soy un poco más la maestra que siempre quise ser, y puedo notarlo (también un poco más) en la forma en que logro comunicarme con mis actuales alumnos. Sé que estoy acercándome a mi verdadero “yo docente” cuando salgo de dar clase, ando por el mundo y me siento la misma que cuando estaba en el aula. Tal es mi regulador. A veces me gustaría retroceder el tiempo y compartir con mis ex alumnos lo que ahora hago, lo que ahora pienso, lo que ahora he logrado comprender y que no entendía cuando les di clase a ellos. Pero bueno, fueron parte de mi formación de un modo que jamás podré agradecerles, y al menos estoy segura de que no les hice daño. Por eso hoy, que es un día en el que medio país estará recordando a algún maestro para bien o para mal, diciendo que la educación es un asco o un tesoro, exaltando o ninguneando la figura docente, yo les recuerdo y les celebro a ustedes, mis alumnos y alumnas; los de hoy, los de ayer y (espero) los de mañana. Gracias por ser mi escuela.

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