Escribí esto en julio de 2006, tras la barbarie ocurrida en San Salvador Atenco. Fue entonces cuando, por primera vez, la indignación y el horror se instalaron en un sitio profundo de mi voz y por eso, cada vez que lo leo en público no puedo lidiar con él. Desde hace años vengo recitando para mí este mantra doloroso e incómodo, porque no me acostumbro a que siga vigente. No hay un solo día en que estas palabras no me signifiquen algo. Hoy, por ejemplo:
Me conoce tu ausencia. Estuve cuando el frío, soñé con tu rebozo. Supe siempre de los dioses sordos, de los cenzontles trágicos y tibios. Se me acabó la voz cada dos pasos, en el vagón del frente, en la taberna, en la ciudad floreada, cuánto tiempo sin carne, qué dolores de hierro. Parecí dudar ante las campanadas, una lluvia de soles, la piel bajo esas manos. También me deshojé al contacto de los héroes. Vi navegar el grito, mar y luna. No cesé de buscarte, sal y miedo. Empedré mi trayecto hasta tu casa. Tuve un murmullo apenas para el gato, esas plantas, la madre. Lloré sobre tu mesa, las ventanas miraban hacia adentro. Elegí esta trinchera para aguardar tu vuelta. Me quedé dibujando las siluetas que el olvido amenaza. Estoy en esta guerra. Aquí guardo los restos del silencio, bajo mis labios tuyos.
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