domingo, 22 de mayo de 2011

Los instintos comunes

Texto leído en la mesa de reflexión sobre Literatura en Aguascalientes,

Festival Internacional Palabra en el Mundo , 21 de mayo de 2011



¿Y qué pasa cuando no hay memoria? No hay historia qué olvidar, no hay rastro de vergüenza ni orgullo, no hay antecesores. Qué ganas de contar algo a los que vienen, qué ganas de negar, de admirar, qué más daría. Y ni siquiera existe el miedo necesario a repetir lo que ya se ha hecho en el propio vecindario, ni siquiera el deseo de superar al prójimo inmediato, y en cambio esa tonta certeza de que todo es nuevo bajo un cielo que ya nunca se asombra, porque él sabe. Porque hay otra historia, la de aquellos que un día descubrieron a solas el placer de escribir y escribieron simplemente, con la mirada puesta en un estante, una pizarra, una pantalla, y la distancia de lo clásico tatuada en ambas manos como si fuera éste un rito necesario. Como si de repente hubieran descubierto un oasis en medio del desierto en el que nada está dicho y se dejaran llevar por un instinto que creyeran único, pero que en realidad es ancestral y los sostiene, compasivo, sabiéndolos ignorantes de su propia ignorancia, auténticos prometeos de sonrisa estúpida, guárdelos Altazor de abrir los ojos algún día.

Condenados a repetirla, no; la frase exacta sería condenados a no tenerla. Porque una cosa es la historia que viviste, que no te dicen y no te cuentan, pero que finalmente es mera coyuntura, principio causal si no casual: tenías unos amigos con amigos, el taller obligado, el momento adecuado, les leíste un cuento, un poema y ya está, pronto estabas publicando, sitiando los cafés, turnándote en las mesas de lectura oficiales con tus ahora viejos conocidos, institucionalizándote y desinstitucionalizándote a placer, haciéndote de un estilo y un “nombre” en los círculos que importan, seamos sinceros, porque están peligrosamente cerca de esa criatura mítica, la más oscura, inverosímil de tan anhelada: el Lector que busca. Mas entre la escritura febril, el pleito indispensable y la siempre oportuna autojustificación olvidaste, se comprende, que ese terreno más o menos propicio que encontraste para construir tu literatura era producto de algo anterior, qué miedo llamarle tradición pero qué tentador. Y no supiste ver, probablemente, que te estabas sumando a esa misma trayectoria de nombres empolvados, quisiéraslo o no, y que tenías que pensar al menos si te tocaba dejar un terreno igual de propicio para los que venían (si acaso los pensaste) o si te importaba un bledo. Pero había que decidirlo.

No digo que no se te agradezca o que algo se te reproche, eso nunca. Pero si no te encargaste de esbozar al menos un autorretrato hablado es posible que tu sucesor ni siquiera te conozca o que se encuentre contigo más tarde de lo debido, cuando ya anduvo por el pequeño mundo que habita creyendo descubrir el hilo negro sin darse cuenta de que era el efecto de la caverna; cuando ya por intuición formó parte de un grupo literario y aseguró con sus pocos años a cuestas que “nunca se había hecho algo igual”, curioso ejemplo, mientras tú te reías a carcajadas sin saber exactamente de qué, intuyendo al azar hipótesis que creíste irrealizables.

Porque hay otros mundos y hoy te hablaré del que conozco, aquél construido por aulas grises y discursos absolutos en los que la literatura lo es todo pero no hay lugar para ti aunque eres tú quien la esté escribiendo y publicando. Quizá no puedas creerlo, pero hay quienes sistematizan el leer con fines académicos e incluso advierten, sin anestesia, que entre esas paredes no se formarán escritores para luego soltar, como no queriendo, algún taller o mesa de lectura que dan la ilusión de concurrencia y dinamismo pero que no sirven para maldita la cosa una vez que el ensueño de estudiante se esfuma y se queda uno vagando en su romanticismo de alma en pena, escuchando todavía los ecos de esas deliciosas tertulias abarrotadas de alumnos con veinte poemas frescos en la mano peleando por el micrófono, poseídos lo mismo por Baudelaire que por Huidobro, jurando –mano derecha sobre el Quijote, mano izquierda en el corazón– que nunca dejarían ir a la Musa. Sí, todavía creíamos en ella.

Tú tampoco la tuviste fácil. Como no había un objetivo común, tal vez ni siquiera una conciencia de que tú y tus contemporáneos estaban escribiendo, reescribiendo y sobrescribiendo una noción de vida cultural, viste perderse la posibilidad de cohesión, ya no digamos de acuerdo, y el sueño de gloria tanto individual como gremial que en el fondo todos alimentamos se esfumó junto con algunas amistades. Dependió de tu suerte y de tu esfuerzo el destino que fuiste desenvolviendo poco a poco, con el alma en un hilo y sin poder sacudirte ese estatus de escritor que te antecede siempre y por el cual las instituciones continúan invitándote a eventos que necesitan llenar con representantes de la cultura local, pero sufriendo los descalabros de lo que llamaste ingratitud, oscurantismo, boicot o apatía mientras tus lectores, tus críticos potenciales fuera del círculo de siempre te intuían y te buscaban sin éxito en esta lastimera realidad de universos paralelos.

Y terminan ambos –tú, escritor de oficio, posicionado, publicado, reconocido; tu sucesor, escritor de instinto, de aula, inédito– ante la soledad de la encrucijada: tú con tus libros preciosamente editados por una institución que te dio la bienvenida, celebró tu escritura y te hizo favor de acomodar tus textos bellamente para deleite de las bodegas o los amigos; aquél con sus veinte poemas, otrora frescos, como único recuerdo de sus días de gloria, de las lecturas abarrotadas por amigos en el aula 5B, de un discurso literario que alguna vez gozó de convicción. Y qué hacer.

Qué hacer si entre muros, institución y bohemia parecemos estar sentenciados a no encontrarnos y a negarnos mutuamente sin necesidad de proponérnoslo. Efectivamente, no hay culpa si no hay intención malsana; nunca los escritores surgidos de las aulas universitarias o de la generación espontánea despreciamos a los escritores de oficio, ni viceversa. Es un asunto libre de malicia que todos lamentamos si por casualidad nos es dado descubrirlo, si para conmemorarlo levantamos el infaltable monumento al “hubiera” y si a su alrededor encendemos una fogata como ésta para al fin descubrirnos, tomados de la mano y tratando de olvidar que muchos no están o se quedaron en el camino. El problema es que si permanece el desdén a la conciencia histórica, incluso estos encuentros fortuitos serán fugaces y por supuesto, no faltará el que se encargue de provocar su menosprecio porque estos reinos de nadie son tierra fácil para el escéptico y el envidioso. La cubeta de cangrejos…

Y podemos repetirnos hasta el cansancio que los escritores formamos parte de una élite de conocedores, pero la verdad es que una gran mayoría de la población está interesada en leer y escribir literatura. La creación literaria es atractiva por definición, ser leído representa el sueño de fama, sofisticar el hecho cotidiano de compartir palabras es una idea seductora. Todo está en cómo lo manejamos quienes ya estamos presos por decisión propia en ese cosmos inagotable: ¿queremos conocer qué escriben otros?, ¿queremos apoyar la creación literaria como forma de expresión aunque no todos sus practicantes alcancen un estándar de calidad?, ¿queremos llevar la literatura a espacios menos comunes aunque esto signifique enfrentarnos con el desinterés que todo lector u oyente tiene derecho a experimentar?, ¿queremos estar dentro o fuera de la institución?, ¿queremos ser selectivos, marcar límites para cuidar la producción? Cualquier decisión es válida, siempre y cuando sea producto de la conciencia y no de la mera inercia.

¿A quién corresponde, entonces, poner orden y estructura a este panorama? Está, por supuesto, el principio de confiar en la luz del talento que no puede ignorarse sin importar de dónde provenga; pero innegablemente, esto sigue siendo azaroso. Están los talleres, en teoría abiertos a cualquiera, fundamentales para entender el estado actual de la literatura local; pero evidentemente éstos siguen siendo islas, muchas veces inexploradas por desconocidas e incluso por ineficaces a falta de planeación. No faltará quien se refiera a las vías de difusión cultural que ya existen tanto en la academia como en el gobierno; pero incluso éstas son efímeras y sí, casuales. La historia sigue sin hacer su aparición, la memoria sigue sin existir.

En resumen no hay mucho qué resumir. El hecho es que hemos forzado la idea de “vida cultural” y es por eso, quizá, que cada vez que alguien osa mencionar el término “literatura regional” se arma una discusión que no llega a nada pero qué divertida nos damos cuando cualquiera puede decir lo que sea si no hay antecedentes claros de dónde partir, o no se difunden suficientemente. Si de la verdadera vida literaria que ha existido en las últimas décadas, después de los grandes nombres que ya tienen su espacio en la memoria, no hay testimonio colectivo aunque (esto es lo más grave) todos sus actores están cerca todavía. Y habría una gran diferencia, lo cual ya es en sí un avance, si aportamos nuestra perspectiva a la memoria colectiva y la hacemos llegar intencionadamente a los posibles escritores -lo que es decir, a todos- cuyo camino puede no cruzarse con el amigo influyente, el taller obligado, la mesa de lectura y la publicación, invitándolo a incorporarse; si desde fuera forzamos a los sistemas establecidos para que hagan su trabajo dejando entrar la verdadera dinámica cultural –la actual, la provocada– a sus espacios controlados con oyentes y hablantes, lectores y escritores cautivos, aprovechando que todavía la literatura es un discurso infaltable en todos los niveles.

Y es que en el estado actual, ni siquiera puede decirse que el círculo literario en Aguascalientes esté cerrado; lo lamentable es tampoco poder asegurar que esté abierto. Quizá no haya definición de bandos, pero tampoco hay convocatoria. “Que entre el que quiera, si te interesa aquí estamos”, aunque ese aquí y ese estamos se hallen cubiertos de telarañas, nebulosos, imposibles de descifrar sin el esfuerzo de reagruparnos -aprovechando la forzada autonomía- para construir la memoria, única tabla de salvación ante la ausencia inminente.

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