Es que yo estoy haciendo una tesis sobre la adaptación al español del limerick en María Elena Walsh, le dije al incrédulo muchacho. ¿Una tesis? Una tesis. El incrédulo muchacho se llama Pablo Arias y estuvo a cargo de un taller en la FIL niños. El taller tenía por objetivo que los niños escribieran, sí, limericks. Ojalá tuviera una cámara captando mis reacciones por la vida, porque sé que la expresión en mi rostro cuando vi la descripción del taller debe parecerse a eso que llaman maravilla.
Tuve que entrevistar improvisadamente a Pablo Arias y él accedió con mucho gusto. Resultó que el taller era difícil, justamente porque los niños no están acostumbrados a ese tipo de texto así, tan sin sentido, tan contrahecho, tan disparatadamente libre, tan feliz en su subversión. Lo primero que me sorprendió es que no les daban a leer limericks a los niños, sino que los hacían surgir mediante ilustraciones. Primero armaban a un personaje extraño que tenían ellos en un rompecabezas con imanes, y luego se animaban a crear a sus propios personajes muy à la Lear, à la Carroll... à la Walsh.
En ese momento había una niña en acción, una sola en el taller. Había creado a Chestilín, con unas grandes orejas y un ombligo descomunal. Me asombró ver lo fácil que el limerick se le trepó a la oreja y corrió a la voz, que es más o menos como describe el proceso mi querida María Elena. La otra encargada del taller, Daniela Galván, la apoyó en el número de versos y la secuencia de rima y fue escribiendo el resultado en una enorme pizarra negra que fungía como tercera pared del taller, hasta que le salió esta chulada:
Chestilín es un simplón
y está muy orejón,
en el bosque hace malabares
y navega por los mares
y con el ombligo come melón.
Mientras la niña dibujaba a Chestilín en la pizarra, Daniela se acercó a donde estaba yo entrevistando a Pablo. Ella está haciendo una tesis sobre limericks, le dijo su compañero. ¿Una tesis? Una tesis. Y se unió a la plática, también tenía mucho que contarme. Me dijeron que para los papás y los niños es algo totalmente nuevo y que para ellos dos también lo era, porque hasta que les asignaron el tema del taller supieron lo que era un limerick. Igual que yo, que conocí este género precioso hasta que leí la introducción al ejemplar de Zoo Loco que tengo desde mi muy tierna infancia, y el resto es historia.
No saben lo que están haciendo por el limerick, les dije a Pablo y a Daniela, quienes estaban realmente emocionados. Su taller parecía algo incomprendido a comparación de otros donde los niños se formaban por montones, pero en lo que platicábamos comenzó a acercarse gente y formaron un grupo suficiente como para seguir divulgando la palabra del limerick. Qué felicidad. Antes de irme, me regalaron de contrabando los materiales que usaban para el taller y me mostraron un ejemplar del libro de Edward Lear traducido por Eduardo Berti que yo nunca he podido conseguir. Le tomé una foto al libro, a la pizarra, a los talleristas; les dije que instintivamente habían sacado lo mejor del limerick al usar el detonante de la ilustración como Lear, pero poner tanto cuidado en el texto como Carroll y Walsh. Ellos estaban muy contentos, pero no más que yo.
Yo sabía que tenía que venir a esta FIL de Argentina y nonsense, pero no sabía que resultaría tan entrañable. Y por tantas cosas.