Ésta es la palabra. No la que deja su huella en la tinta que observas, lector, sino la de adentro y la de más adentro. Palabra necia que se esfuerza en existir aunque no le sea natural. Y que cuando existe, es. Se siente. Se palpa. Se inventa mundos en los que todo sucede.
La cuestión de la lengua como sistema abstracto referencial se ha estudiado y se estudiará toda la vida. Sabemos que es la creación humana más maravillosa en tanto que nos permite apropiarnos del mundo, pero sabemos que no deja de ser un artificio: no es concreto, no es real. No pertenece a la naturaleza y en ello consiste su magia. Porque el lenguaje de las palabras es también el lenguaje de las posibilidades.
Y entonces, la literatura. La palabra por la palabra, la ficción por la ficción. Una realidad que, contra toda ley física y natural, se impone ante todos los sentidos de quien accede a ella, más perturbadora y sublime que el mundo de todos olfateado, tocado, visto, paladeado, escuchado.
Es, pues, el arte de la palabra, la forma mejor y quizá la única de crear y creer una verdad propia del ser humano. Sólo él la engendra y nadie más que él la hace posible. Y desde que existe ella, la literatura (es decir desde siempre), su máquina de soñadas invenciones ha trabajado sin descanso, siempre más y siempre sorprendente.
Porque si la ficción es fingimiento, mentira hecha de material infinito, es obvio que las posibilidades no tienen límite alguno. No estamos ante las leyes del mundo sensitivo sino ante la realidad más compleja que pudo haber existido. Un juego de espejos. Una verdad reversible y maleable.
Y así hemos visto cómo miles y miles de fragmentos de esa realidad han desfilado ante nuestros otros ojos. Venimos de una antiquísima tradición literaria que nos ha dado lo mismo cuentos de hadas que largas travesías de vuelta al hogar. Pero sucede que, en un punto, la ficción se ha dado cuenta de su propia existencia. El juego de espejos ha completado uno de sus círculos y Ella se ha visto a sí misma. ¿Cuándo exactamente ha sucedido esto? No lo sabemos. Sabemos que hay documentos de literatura que reflexiona sobre literatura desde inmemoriales tiempos, y sabemos que la obra que, quizá muy prematuramente, inaugura la modernidad y hasta la posmodernidad (y lo que venga después), Don Quijote de la Mancha, potencia al máximo esas serpentinas posibilidades de la ficción de enroscarse sobre sí misma hasta quedar completamente oculta bajo su propia piel. Pero no es sino hasta el siglo XX que esta característica se convierte en el modus vivendi de la literatura en todas sus expresiones. A partir de este momento, la palabra juega consigo misma, se nombra a sí misma, se nace o se suicida, quizá porque se ha dado cuenta de su propia eternidad.
La cuestión de la lengua como sistema abstracto referencial se ha estudiado y se estudiará toda la vida. Sabemos que es la creación humana más maravillosa en tanto que nos permite apropiarnos del mundo, pero sabemos que no deja de ser un artificio: no es concreto, no es real. No pertenece a la naturaleza y en ello consiste su magia. Porque el lenguaje de las palabras es también el lenguaje de las posibilidades.
Y entonces, la literatura. La palabra por la palabra, la ficción por la ficción. Una realidad que, contra toda ley física y natural, se impone ante todos los sentidos de quien accede a ella, más perturbadora y sublime que el mundo de todos olfateado, tocado, visto, paladeado, escuchado.
Es, pues, el arte de la palabra, la forma mejor y quizá la única de crear y creer una verdad propia del ser humano. Sólo él la engendra y nadie más que él la hace posible. Y desde que existe ella, la literatura (es decir desde siempre), su máquina de soñadas invenciones ha trabajado sin descanso, siempre más y siempre sorprendente.
Porque si la ficción es fingimiento, mentira hecha de material infinito, es obvio que las posibilidades no tienen límite alguno. No estamos ante las leyes del mundo sensitivo sino ante la realidad más compleja que pudo haber existido. Un juego de espejos. Una verdad reversible y maleable.
Y así hemos visto cómo miles y miles de fragmentos de esa realidad han desfilado ante nuestros otros ojos. Venimos de una antiquísima tradición literaria que nos ha dado lo mismo cuentos de hadas que largas travesías de vuelta al hogar. Pero sucede que, en un punto, la ficción se ha dado cuenta de su propia existencia. El juego de espejos ha completado uno de sus círculos y Ella se ha visto a sí misma. ¿Cuándo exactamente ha sucedido esto? No lo sabemos. Sabemos que hay documentos de literatura que reflexiona sobre literatura desde inmemoriales tiempos, y sabemos que la obra que, quizá muy prematuramente, inaugura la modernidad y hasta la posmodernidad (y lo que venga después), Don Quijote de la Mancha, potencia al máximo esas serpentinas posibilidades de la ficción de enroscarse sobre sí misma hasta quedar completamente oculta bajo su propia piel. Pero no es sino hasta el siglo XX que esta característica se convierte en el modus vivendi de la literatura en todas sus expresiones. A partir de este momento, la palabra juega consigo misma, se nombra a sí misma, se nace o se suicida, quizá porque se ha dado cuenta de su propia eternidad.
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